Los libros enterrados


Desde que mi amigo Yoti me contó aquella extraña historia, observo el suelo de mi casa con otros ojos. A veces, me veo inclinado y pegando el oído al frío suelo, sospechando cuál será el botín, que libros claman por salir a la superficie

Me cuenta mi amigo Yoti que, cuando reformó su casa, decidió cavar una zanja de un metro veinte de profundidad donde, después de colocarlos en el interior de una caja, enterró dos discos y un libro. «De alguna forma habrá que alimentar a los espeleólogos del futuro», me confiesa. Cierto. Tiempo antes, Yoti había tenido conocimiento de un maravilloso hallazgo. Una anciana descubrió por casualidad que su casa escondía un curioso tesoro. Al fallecer su esposo, un día encontró que en una zona determinada de la vivienda las maderas parecían haber sido manipuladas. Tras levantarlas, aparecieron decenas de libros, primeras ediciones que hablaban de una época pasada, verdaderas memorias del subsuelo. Le pedí a Yoti una pequeña lista de aquellos títulos. A los pocos días me respondió, adjuntándome este listado incompleto:

La ética, la revolución y el estado. P. Kropotkine (Biblioteca social).

Utopías y realidades socialistas. Regino Gonzalez (Madrid 1932).

-Dos ediciones diferentes de El amor libre. Carlos Albert (Centro Editorial Presa).

Mi vida y Los mártires. Federico Urales (Ediciones La Revista Blanca).

La reacción y la revolucion. Francisco Pi y Margall (Ediciones La Revista Blanca).

El individuo contra el estado. Herbert Spencer (Biblioteca Helios).

El derecho a la pereza. Pablo Lafargue (Editorial Atlante).

Educación burguesa y educación libertaria. Juan Grave (Editorial Atlante).

El estado. P. Kropotkine (Editorial Atlante).

Psicología de la revolución. Proudhon (Editorial Atlante).

-Almanaque de Tierra y Libertad (1932).

-Varios tomos de la Biblioteca de la Inquisición, entre los que estaba Carne ultrajada y quemada.

-Revista Estudios (agosto 1935, Valencia).

-La propiedad. Proudhon (Ediciones La Escuela Moderna).

Aquella mujer, que se mostraba sorprendida e incrédula, desconocía la razón que había llevado a su esposo a hacer tal cosa. Quizás había actuado así ante el temor a la persecución política (la mayoría de las ediciones estaban fechadas durante los años treinta del siglo pasado y en años inmediatamente anteriores a la guerra civil) o a lo mejor aquello se debía a un intento por deshacerse a medias de algo incómodo, o puede que quisiera disponer de una herencia en forma de libros, un inaudito testamento literario post mórtem.

«Los amigos desaparecían. La cosa era muy seria. Nos dijeron que quemáramos los libros y, para nosotros, los libros eran objetos muy preciados así que preferimos enterrarlos»

Las historias de los libros enterrados están presentes en nuestra memoria colectiva. «Los amigos desaparecían. La cosa era muy seria. Nos dijeron que quemáramos los libros y, para nosotros, los libros eran objetos muy preciados así que preferimos enterrarlos», cuentan Oscar Elissamburu y su mujer, Nélida Valdez, supervivientes de la dictadura argentina. Sin embargo, la pareja decidió enterrarlos no dentro sino fuera de la vivienda, concretamente junto a un álamo. Fue allí donde aparecieron una veintena de libros prohibidos por la dictadura, cuando dos décadas más tarde uno de sus hijos decidió desenterrarlos. Y al hacerlo, una zanja quedó expuesta ante la mirada de todos, una tierra desnuda, igual que una herida abierta, que paradójicamente empezó a hablar, dando cuenta de un pasado doloroso. Esos libros, ocultos tanto tiempo, narraban pasajes de un miedo atávico, de los viejos tiempos y de los nuevos. La historia entrando en acción. Aquel particular entierro y su posterior profanación, estaba compuesto por ejemplares de El libro rojo, de Mao, Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano o El diario del Che en Bolivia. También apareció un librito de Elsa Bornemann y una vieja colección de textos políticos titulada Transformaciones. A todos ellos les habían arrancado las cubiertas para que no los reconociesen. Sin rostros, resultaría imposible penetrar en el alma; desfigurados, podrían infiltrarse en el futuro, sepultar el recuerdo, atravesar el tiempo sin ser rehenes de los locos y maníacos.

«El peligro de esa "carga maldita" es el poner en entredicho nuestra propia vida, nuestras certezas»

Con frecuencia, lo más valioso permanece oculto a los ojos del mundo, precisando de la aventura y del aventurero para que el secreto sea revelado. Imagino enormes bibliotecas bajo el subsuelo, ingentes cantidades de libros que palpitan a dos metros bajo tierra. El peligro de esa «carga maldita» es el poner en entredicho nuestra propia vida, nuestras certezas. Los libros podrían delatarnos, cumplir el mismo objetivo que detalla Edgar Allan Poe en su popular cuento El corazón delator, donde el asesino es descubierto cuando se imagina el corazón de la víctima asesinada latiendo justo bajo sus pies, crujiendo las maderas del suelo, exigiendo abrazar la vida. La presencia de este objeto enterrado resucita nuestra culpa, porque en algún lugar de la memoria perdimos lo que esos libros nos entregaron; en algún momento perdimos el ritmo de la historia y del tiempo y entonces olvidamos el secreto que un día nos revelaron.

Desde que Yoti me contó aquella extraña historia, observo el suelo de mi casa con otros ojos. A veces, me veo inclinado y pegando el oído al frío suelo, sospechando cual será el botín, que libros claman por salir a la superficie. Sueño con casas, cuyos dueños se ven impulsados por un frenesí arqueológico, destrozan los parqués, perforan el cemento, escavan incluso con sus propias manos hasta que sangran. Al igual que yo, jamás descansarán hasta hacerse con ese tesoro.

Somos culpables.