NADA ES VERDAD. TODO ESTÁ PERMITIDO. EL DÍA QUE KURT COBAIN CONOCIÓ A WILLIAM BURROUGHS | PRIMER CAPÍTULO

Kurt-Cobain-conocio-William-Burroughs_684841542_3330408_1483x1024.jpg
d99c7f9682e33d7d17e28684e10788af-1509014423.jpg
leadbelly_001.jpg
tft-40c-m.jpg

 
 
articles-74871_thumbnail.jpg
william burroughs.jpg

 

 

Prólogo:

El predicador

 

 «Hay piedras que me cierran el paso / y mi camino es oscuro como la noche»

Robert Johnson, Stones in my passway

 

El viejo Predicador apareció justo cuando caía la noche y a lo lejos podían verse nubes grises que amenazaban tormenta. Buscaba cobijo, compañía y predicar La Palabra. Un grupo de vagabundos compartía lo poco que tenían alrededor de una hoguera que ardía entre la ribera del río y el terraplén del ferrocarril. Uno de ellos, un vagabundo de unos sesenta años «tan desastroso y vencido, tan hondamente anegado en los bajos fondos del abismo social», estaba vestido con una miserable ropa hecha jirones. Al ver la figura del visitante, se incorporó rápidamente y avisó al resto.

El Predicador tenía un aspecto horrible y amenazante. Sus labios eran muy finos y una de sus manos era similar a una garra. Sus ojos eran fijos y pálidos. Los vagabundos, aterrorizados, se juntaron y uno de ellos agarró una piedra.

«Tranquilos, amigos. Al igual que vosotros, solo soy un habitante de los caminos en busca de calor», dijo. Resultaba casi imposible saber la edad que podía tener. En su mano derecha, sujetaba una sucia y vieja biblia, y sobre sus harapos lucía una levita negra. Su voz era ronca, profunda y metalizada.      

«¡Eh, predicador, venga y siéntese con nosotros!», gritó uno de los vagabundos.

«Sí, no nos vendrá mal algo que nos recuerda lo que el buen Dios espera de todos nosotros», añadió otro mientras reía.

Hicieron un hueco en el grupo que se apiñaba alrededor del fuego y el Predicador, tras asentir, dejó caer su cuerpo. Así pasaron buena parte de la noche.

El fuego permanecía encendido. Así fue y sería siempre.

El mundo estaba en guerra, siempre lo había estado, y los hombres hablaban a sus sombras.

Un poco más tarde, tras vaciar sus botellas de alcohol y sentirse más animados, la improvisada reunión empezó a tomar un inesperado rumbo. «Ahí donde me ves, he asistido con frecuencia a fiestas de muy fina condición —afirmó uno de ellos—. He bebido en copas de Bohemia». Otro, sin dudarlo, decidió sumarse a la conversación: «Nosotros no somos hez ni calaña. Somos caballeros. Bebamos correctamente como conviene a nuestra condición», afirmó solemnemente. Todos, menos el Predicador, comenzaron a recordar lo que una vez fueron: amores, aventuras, riesgos, distinciones y viajes a los confines de la tierra. El mundo empezaba y terminaba esa noche.

Entonces, le llegó el turno a nuestro hombre.

«Predicador, cuéntenos una buena historia», dijo uno de ellos.

«¡Sí, vamos! pero que sea una buena historia», añadió, mientras el resto aplaudía.

El Predicador se incorporó, dejando en el suelo su destrozada biblia. A lo lejos, se escuchaba el regular sonido de los truenos sacudiendo el cielo en algún lugar muy lejos de allí.

>>De acuerdo. Es una vieja historia que comienza hace mucho tiempo en un viejo castillo situado en Alamut —empezó a relatar, mientras los vagabundos se apiñaban a su alrededor—, en lo alto de un valle situado en la sierra de Elburz, cerca del mar Caspio. La fortaleza estaba rodeada de precipicios cuyo único acceso era a través de un serpenteante y pedregoso sendero.

>>Según la leyenda, había sido construido por un antiguo rey que vio volar a un águila hasta posarse sobre una roca. En ese lugar, decidió levantar Alamut, que pronto fue conocido como la «Enseñanza de las Águilas».

Mientras la espesura del bosque los envolvía, aquel extraño hombre les contó un relato demasiado perfecto para ser real, como si al contarlo este adquiriese vida propia y encontrase su propio ritmo. El lenguaje del tiempo. Porque todo tienen un principio y un final. Y porque nuestra historia arranca en el preciso instante en que el Predicador cierra los ojos, para luego lentamente abrirlos y pronunciar la frase:

>>Esta es la historia de Hassan i Sabbah, líder de Los Asesinos, cuyas últimas palabras antes de morir fueron:

«Nada es verdad, todo está permitido»

 

PRIMERA PARTE: LAS GALAXIAS HERIDAS

El rostro de William Randolph Hearst

 

«A través de las galaxias heridas intersectamos»

William Burroughs, La máquina blanda

 

Lawrence (Kansas), marzo de 1992

«¡Abran la puerta, necesito aire!», gritó William Burroughs. Melvin Betsellie, un viejo chamán de la tribu navajo, se apartó rápidamente. Allen Ginsberg, completamente desnudo y asustado, corrió a abrir puertas y ventanas. «¡Por favor, por favor, necesito salir!». Burroughs, que entonces contaba con setenta y ocho años, exhausto y conmocionado, se dejó caer sobre el suelo. Su cuerpo estaba cubierto de sudor y respiraba con dificultad. La batalla había sido breve, pero tenía la consistencia de todo un siglo, como si toda una vida pudiera comprimirse en unos minutos. Fue entonces cuando recordó la primera vez que supo que un espíritu maligno le acechaba. El día en que todo cambió.

Ciudad de México, septiembre de 1951

Sucedió mucho tiempo atrás, exactamente el 6 de septiembre de ese año, cuando vivía en México. Aquel día se encontraba sentado en el apartamento de John Healy, dueño del Bounty Bar, situado justo debajo, junto a varios amigos más. Sobre la mesa quedaban los restos de cuatro botellas de ginebra. Su mujer, Joan Vollmer, estaba frente a él. De pronto, y sin saber exactamente por qué, se levantó y anunció con desgana que había llegado la hora de hacer una demostración al estilo de Guillermo Tell: «Joan, déjame enseñarles a los chicos lo buen tirador que soy», dijo con tranquilidad, al mismo tiempo que agarraba su arma, una Star automática calibre 380. Nadie comentó nada ni hizo intento alguno por impedirlo. Joan, automáticamente, se levantó y colocó un vaso de cristal sobre su cabeza. Burroughs estaba situado a unos dos metros de ella. De pronto, el terrible sonido de la detonación retumbó en la habitación. Todos, en un gesto automático, cerraron los ojos y, al abrirlos, vieron como el vaso rodaba por el suelo. Intacto, daba vueltas en círculos concéntricos. Fue entonces cuando el vaso finalmente se detuvo. Lo mismo que el mundo. Reinaba el silencio y Joan yacía con un disparo en la sien.

Burroughs jamás olvidaría aquel sonido que puso en funcionamiento su fatal guante de guillotina, «la mano muerta que espera para deslizarse sobre la suya como un guante», tal y como describió ese momento décadas más tarde e hizo saltar el reloj de la historia, donde en un segundo la vida cambia y todo se vuelve aterradoramente diferente, revelando el sentido secreto del tiempo. El ritmo de la historia. En aquel preciso instante, constató algo que ya conocía: la segunda ley de la termodinámica siempre acaba imponiéndose porque todo tiende hacia el desorden.

No fue la única vez que tuvo noticias del fatal poder de aquel espíritu. En varias ocasiones, en medio de experiencias con drogas y revelaciones en sesiones psicodélicas, logró trazar los rasgos de su terrible rostro. Sin embargo, la imagen se resistió a salir del lugar en que vigilaba, como si se escondiese y el cuerpo ocupado no tuviese derecho alguno a reclamar una explicación, cualquier explicación.

Brion Gysin fue el primero que le ofreció una explicación de lo sucedido. «La primera persona que me mostró al espíritu maligno fue Brion Gysin [...] él fue el único hombre al que realmente he respetado», confesó en una ocasión. Aquello sucedió en París, donde un séquito de agitadores, músicos de jazz, poetas y pequeños delincuentes se reunía en un desvencijado hotel situado en el número 9 de Git-le-Coeur y al que su colega Gregory Corso llamó el «Hotel Beat». Allí malvivían, se chutaban, hablaban entre ellos; otras veces, se evitaban conducidos por un miedo atávico e impreciso, intercambiando consejos, trucos y practicando extraños rituales donde aseguraban tratar con brujos e incluso hablar a través de ellos. Tan sólo tres días a la semana había agua caliente y, con frecuencia, el edificio quedaba sumido en la oscuridad al venirse abajo la precaria instalación eléctrica. La dueña, una carismática mujer llamada Madame Rachou, alquilaba las habitaciones por cinco francos al día o veinte al mes, aunque en ocasiones aceptaba en pago pinturas o manuscritos de sus inquilinos. Burroughs ocupaba la habitación número quince, cuya única ventana daba directamente a una cochambrosa pared blanca. A nadie parecían sorprenderle los carteles que advertían «Prohibido fumar opio en el ascensor», porque el resto de la decoración invitaba a que aquello pasase inadvertido y lo más estrambótico adquiría la apariencia de una nimiedad. En el edificio ocurrían sucesos extraños. «Si quieres desaparecer… date la vuelta y te daré lecciones privadas», solía decir el enigmático Gysin. Y entonces, como por arte de magia, «desaparecía justo enfrente de mis ojos durante periodos de entre quince y veinte minutos», afirmó Roge Knoebber, uno de sus amigos. El mismo Gysin aseguraba que si metías tu cabeza bien al fondo en cualquiera de los retretes del hotel, podías escuchar un rio subterráneo que atravesaba el Sena. Y quizás fuese cierto, pero muchos más sonidos iban y venían en aquel misterioso lugar. El trabajo era tremendo: había que elegir entre tratar de descifrarlos o pasar de largo, y el tiempo corría en contra de todos.

Atrapar el momento o perderse para siempre.

Captar la frecuencia, asaltar la realidad.

Durante uno de estos trances, Gysin tomó una libreta y comenzó a escribir una frase que decía lo siguiente: «Pues el espíritu feo disparó a Joan porque...» («For ugly spirit shot Joan because...»). La comunicación se interrumpió sin que nunca llegase a terminarla. Burroughs, desconcertado, jamás supo descifrar el final de la frase, aunque a partir de entonces la reinterpretó de otro modo. Según él, la frase exacta de aquel mensaje tan importante era: «Pues el espíritu feo disparó a Joan para ser la causa...» («For ugly spirit shot Joan to be cause...»). Más tarde, durante otro experimento, surgió una idea aparentemente ininteligible: «Ráfagas crudas de viento y odio soplaron con el disparo». Todo indicaba lo mismo, el fatal día del accidente mortal. El Espíritu Feo ganaba terreno.

Tuvo que pasar casi una eternidad (la fecha es 1985 y la razón la introducción que hizo con motivo de la publicación de su obra Queer, escrita nada más y nada menos que treinta y cinco años antes de aquello y un año después del trágico accidente) para que nuestro hombre decidiera hablar claramente del momento en que todo cambió irremediablemente y le hizo ser lo que siempre fue: un exterminador de la palabra, el asesino de esa entidad parasitaria. «Mi pasado fue un río envenenado del que uno tuvo la fortuna de escaparse y por el que uno se siente inmediatamente amenazado, años después de los hechos relatados», aseguró en aquel iluminador texto. Durante toda su vida se dedicó a desenmascarar ese fantasma. Para alcanzar este objetivo, la escritura le ofrecía respuestas. Por medio de sus libros conseguía volcar todo aquello. La literatura hacía de vacuna, protegiéndolo de esos recuerdos y del peligro de que volvieran a repetirse. En cada párrafo, confesaba públicamente los mecanismos oscuros de la posesión y la forma de recuperar el control.

La literatura le enseñaba a revelar el código.

A través de ella aprendía a desaprender.

En realidad, había sospechado la presencia del espíritu mucho tiempo atrás, cuando aún no había ni tan siquiera finalizado la Segunda Guerra Mundial y trabajaba como exterminador para una compañía de Chicago. Su interés por los misterios que encerraban los jeroglíficos egipcios lo condujo al Departamento de Egiptología de la Universidad de Chicago. Lo que allí descubrió le ofreció la llave maestra que abriría esta y sucesivas puertas: «Sí, los jeroglíficos proporcionaban una clave del mecanismo de posesión —afirmó entusiasmado—. Como un virus, la entidad poseedora tiene que encontrar un puerto de entrada». Estaba decidido a detener el virus, acabar con la ocupación parasitaria.

Para lograr ese objetivo, el Sacerdote Yonqui no estaría solo y todos los personajes de sus novelas acudirían en su auxilio. La Policía Nova y Juan el Muerto le ayudarían, al igual que los Chicos Salvajes, encargados de «destruir todos los sistemas dogmáticos y las viejas basuras verbales». Y también Hassan i Sabbah, el «Viejo de la Montaña», mítico líder de la oscura y antigua secta de Los Asesinos. Un obsesionado Gysin creía ser la misma reencarnación de aquel hombre capaz de dirigir, desde lo alto de una montaña, una poderosa sociedad secreta encargada de sembrar el terror. Gysin, como si fuese un mensajero de La Palabra, había logrado contagiar esa fascinación a su nuevo amigo. A partir de entonces, Burroughs adoptó la famosa máxima de Hassan i Sabbah: «Nada es verdad, todo está permitido».

Una contraseña mágica.

La frase funcionaba como un método que destruía cualquier resistencia: «Se dice que un iniciado que desee conocer la respuesta a cualquier pregunta — escribió en Ciudades de la noche roja — sólo necesita repetir estas palabras cuando se duerme y la respuesta llegará en un sueño». Cuando nada es cierto, cualquier cosa es posible; si la realidad es ilusión, cualquier ilusión está permitida. Pero en marzo de 1992 el objetivo no era indagar sobre aquella «puerta de entrada», sino indicarle al invasor la puerta de salida. La única forma de vencerlo era sorprenderlo, invocarlo para así destruirlo en su terreno. Lograr mirarle directamente a los ojos, acorralarlo.     

Burroughs, sospechando que su tiempo terminaba, contrató a un brujo para tratar de ver el rostro de aquel espíritu. Aunque había dedicado a este objetivo casi toda su vida, no parecía sentir los rigores de la fatiga y, a pesar de su edad, conservaba un increíble vigor físico; sus movimientos eran ágiles y se expresaba con absoluta claridad. Se había recuperado de la grave enfermedad que padeció dos años antes, cuando fue sometido a una complicada operación durante la cual le colocaron un triple bypass. Tan sólo seis meses después de aquello, ya hacía su vida normal. Su característica voz, que durante medio siglo había conmovido a tantas personas en tantos países, se había vuelto más profunda, rasgada y arrastrada. En el pasado, muchos intentos acabaron en colosales fracasos, como las sesiones de hipnosis dirigidas por el doctor Louis Wolberg a las que se sometió en 1947. Pero ahora contaba con una ayuda excepcional. Betsellie, el hechicero indio, tenía fama de ser un poderoso brujo que conocía secretos arcanos. Se decía que era capaz de enfrentarse y lidiar con todo tipo de entidades y poderes sobrenaturales, abriendo cualquier puerta y ofreciendo respuestas.          

El brujo era el vehículo, pero el viaje debía realizarse en soledad. Cuando aquel hombre hizo la señal oportuna, Ginsberg y el resto de asistentes (Michael Emerton, William Lyon y Steven Lowe, todos amigos del escritor, así como una mujer india de la tribu sioux) retrocedieron y abandonaron el círculo que había trazado. El ritual había sido organizado por Lyon, un profesor de antropología que tenía contactos con los indios sioux, y para ello ofreció su casa. El propio Ginsberg vivía aquel momento como algo sagrado y la tierra que pisaba fuese el lugar donde siempre soñó estar. Sabía que Betsellie no era un charlatán. «Comunión de magos vagabundos / Congreso de desgracias de Kansas y Missouri / Trabajando con las fórmulas equivocadas / Aprendices de Brujo que perdieron el control / De la varita más simple del mundo: el Lenguaje». En Wichita vortex sutra (1966) había advertido del engaño y de los falsos brujos, pero aquel hombre tenía la fórmula precisa y el control. Betsellie dominaba el idioma oculto que le permitía comunicarse con los dioses. Era un Mensajero. «El brujo toma para sí el papel de guerrero contra las fuerzas del universo impredecible, con el convencimiento de que la muerte jugará la carta final —afirma el escritor Nevil Drury— posee un conocimiento de posturas rituales y una sensibilidad respecto de su entorno, gracias a las cuales puede defenderse de sus adversarios mágicos. En cualquier circunstancia, nunca le cogerán con la guardia baja». Tanto él como Burroughs estaban atentos y preparados, y por supuesto ninguno de los dos tenía la «guardia baja».

Entonces, todo comenzó.

El ritual se realizó siguiendo sus estrictas órdenes. Tras sumarse Burroughs a las plegarias y los cánticos, una sensación eléctrica e indescriptible recorrió el lugar. En el centro de aquel escenario, delimitando un ficticio ring, el brujo colocó varias piedras ardiendo, algunas de las cuales las cubrió con agua y su contacto produjo vapor que inmediatamente llenó la habitación. En un momento dado, introdujo una piedra en su boca e hizo lo mismo con la de Burroughs. Ninguno sintió dolor. «Observábamos todo completamente horrorizados —confesó después Steven Lowe—. Veíamos su rostro con la boca abierta y dentro de esta una piedra candente. Era aterrador». Ambos, mientras fumaban de una pipa, rezaban a los poderes de la naturaleza (Betsellie utilizaba palabras y frases en navajo), al agua, al fuego y a la gran oscuridad para que revelase sus misterios. El brujo lloraba. Burroughs estaba sumido en un estado de profundo trance.

Cuando la ceremonia finalizó, el agotado chamán describió el aspecto del espíritu como el de un ser que carecía de ojos. Era un aterrador y cadavérico hombre blanco. «Su aspecto era parecido al del típico magnate americano... William Randolph Hearst, Vanderbilt, Rockefeller y todo el estrato del americano malvado y codicioso, el poder monopolístico», añadió Burroughs. El rostro de aquel ser apareció en un cuadro suyo titulado Le revenant: un trozo de madera con dos enormes agujeros de bala que hacen de ojos o que advierten de su inexistencia, mientras unos trazos rojos hechos con spray delimitan su contorno. El resultado es espeluznante. Betsellie también le confesó que había sido el enfrentamiento más complicado de toda su vida; el espíritu era tenaz y poderoso e incluso, en cierto momento, creyó que sería derrotado. Pero la magia había funcionado. El largo camino tocaba a su fin.

Al día siguiente, Ginsberg y Burroughs, sobrecogidos, se reunieron y hablaron de lo sucedido: «Recuerdo que ayer me dijiste que el espíritu tenía el rostro del capitalismo americano, del mismo Rockefeller y la C.I.A.», afirmó Ginsberg. «Sí, sí...», respondió rápidamente Burroughs, a lo que su colega añadió los nombres de J.P. Morgan y la ITT. «Sin duda, tenía el aspecto de todos ellos y particularmente de William Randolph Hearst», puntualizó Burroughs. «Hearst... el hombre de la palabra, el primer manipulador de la imagen», concluyó Ginsberg. Y de Rockefeller, también de Rockefeller.

«Ha llegado la hora de que todos los afortunados, las animadoras y los jugadores de fútbol se desnuden delante de todo el colegio durante una asamblea general y supliquen perdón y misericordia con toda su alma y reconozcan que están equivocados. Ellos son los representantes de la codicia y los valores egoístas, y no bastará con que afirmen lamentarse de su conducta, deben decirlo en serio, deben verse con una pistola apuntando a su cabeza, deben verse aterrorizados solo de pensar en convertirse en los republicanos del futuro, blancos arrogantes de derechas, hipócritas, segregacionistas, propagadores del sentimiento de culpa y lameculos. MUERTE A LOS ROCKEFELLER»

Diarios, nota manuscrita de Cobain


scale_1200x1200x0x0_cobain07se-1505937689-92.jpg
 
 

NOTAS:

El relato del encuentro entre los tres fascinantes vagabundos pertenece al cuento de Jack London titulado, precisamente, Los vagabundos. La edición que yo tengo es un hermoso libro de tapadura editado en 1983 por el Club Internacional del Libro. La escena de los tres vagabundos alrededor de una hoguera era perfecta para arrancar la obra y, al mismo tiempo, da sentido a esa frase de «Erase una vez...». Se trata de un inicio obvio: todas las historias, pero sobre todo las buenas historias, comienzan más o menos así, lo cual conecta con un sinfín de obras y es un lugar común en un gran número de relatos de aventuras. De hecho, este libro bien podría ser otro tipo de libro de aventuras.

Los detalles acerca del sorprendente ritual que, bajo la dirección de un brujo de la tribu navajo llamado Melvin Betsellie realizó en 1992 Burroughs en compañía de varios amigos, han sido tomados a partir de dos obras. La primera, es la completa biografía de Ted Morgan, Literary outlaw. The life and times of William S. Burroughs (Norton & Company, 2012. Págs. 665-668); la segunda, William Burroughs, el hombre invisible (Hyperion, 1992. Págs. 249-252) de Barry Miles. Este último libro, por la posición que Miles ocupa como protagonista de primer orden durante los sesenta en la escena contracultural en el Reino unido, confiere a la obra una gran autoridad y es un relato apasionante de la vida y obra del escritor, con especial atención a sus relaciones con el mundo subterráneo de la escena artística y del rock and roll. Como sabemos, el sorprendente ritual para expulsar al «Espíritu Feo» tuvo lugar un año antes de la visita de Cobain. Además, hay que tener en cuenta que todos estos detalles se conocieron no hace excesivamente mucho tiempo. Aunque los datos del desarrollo del ritual han sido tomados de estas dos obras, me ha sido imposible obtener más información sobre el enigmático brujo navajo, cuyo nombre es escrito de distinta manera en varias obras (Miles lo escribe como Betseville, mientras que para Morgan es Betsellie). En mi opinión, lo más revelador se encuentra en la conversación que, al día siguiente, mantuvo con Ginsberg y donde ambos relatan lo vivido. Ambos, como puede comprobarse en la transcripción, estaban seriamente impresionados, a pesar de que durante sus vidas estuvieron en contacto con experiencias místicas de todo tipo. Aquello, sin duda, fue especial. Esta conversación aparece en otra obra, Burroughs live: The collected interview of William S. Burroughs, 1960-1997 (Semiotext(e), 2000), que tiempo antes, en 1995, la revista Sensitive skin planeó publicar, algo que finalmente no hizo.

 

Este ritual supone una especie de cierre maravilloso a la vida de Burroughs. Aunque falleció en 1997, a partir de 1992 sintió que por fin se había liberado del «invasor». He querido introducir este formidable hecho desde el comienzo de esta obra, empujado por algo que suelen obviar muchos lectores de Burroughs: el escritor creyó en la casi totalidad de los elementos fantásticos, terroríficos, grotescos, referencias a invasiones, control mental, posesiones, contactos en otras dimensiones, etc., que aparecen repartidos a lo largo de toda su obra. Cuando se asume la premisa de que, tal y como él mismo confesó en varias ocasiones, lo descrito en su obra debía ser tomado al pie de la letra (y no solamente como metáforas sobre el control o el poder), esta adquiere un nuevo aspecto, mucho más sugestivo y radical. Esta fue la principal razón que me condujo a comenzar el libro con el ritual de desposesión para inmediatamente conectarlo con el ya famoso incidente de «Guillermo Tell», que acabó con la vida de la que fuese su esposa Joan Vollmer. Entre muchos otros, este incidente puede consultarse en un libro básico y fundamental sobre su vida y obra, y que fue sin duda uno de los primeros trabajos serios editados en castellano en nuestro país. Me refiero a Philippe Mikriammos y su William S. Burroughs. La vida y obra (Ediciones Júcar, 1980. Página 23), así como en Queer, en la edición definitiva del 25.º aniversario de su publicación, concretamente en su «Introducción» (Anagrama, 2013. Pags. 11-13). Además, consulté, entre otras, las obras de Morgan, Myles, así como el clásico libro de Victor Bockris Victor Bockris with William Burroughs: a report from the bunker (Seaver Books, 1981). También es importante leer la confesión que Burroughs hizo respecto a Gysin y sus sesiones mágicas (quién, como sabemos, le condujo a asumir que una fuerza negativa y oscura estaba detrás de la muerte de Vollmer); esta confesión la hizo pública de forma muy tardía, exactamente en el «Apéndice: Introducción de William S. Burroughs a la edición de 1985» de Queer (Anagrama, 2013. Pags. 165—179). Lo sucedido con Vollmer fue sin duda devastador. Este hecho fue omitido de sus recuerdos durante mucho tiempo. De esta forma reiterada, en centenares de entrevistas, se le preguntaron sus impresiones sobre ello, pero casi siempre se limitó a explicar un relato triste de lo sucedido, sin manifestar un designio mágico o un elemento de posesión que lo «condujese» a disparar. En «The name is Burroughs», por ejemplo, un artículo autobiográfico incluido en The adding machine. Selected essays (Seaver books, 1985), Burroughs hace un repaso por su vida, pero la muerte de Vollmer no aparece, aún sabiendo que, como el mismo confesó, este hecho marcó su carrera como escritor y configuró sus futuras obsesiones y todos sus fantasmas.